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na noche que estaba en casa de Leopoldo Lugones, hace una infinidad de años, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagába enormemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos, prosiguiendo una charla amena como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores Lugones había visitado un manicomio; y las bizarrías de su gente, añadidos a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un, confortante vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.