Página:Los Perseguidos - Horacio Quiroga.pdf/6

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
4
Horacio Quiroga
 

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, su color trigueño mate, su cara afilada y sus grandes ojos negros daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónila y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio, y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación; pero la inmóvil atención con que lo hacía me chocó.

Pronto dejamos de hablar. Nuestra situación no fué muy grata, sobre todo para Vélez, pues debía suponer que antes de que él llegara nosotros no practicaríamos ese terrible mutismo. Él mismo rompió el silencio. Hablo a Lugones de cierta chancacas que un amigo le había enviado de Salta, y cuya muestra hubo de traer esa noche. Parecía tratarse de una variedad repleta de agrado en sí, y como Lugones se mostraba suficientemente inclinado a comprobarlo, Díaz Vélez prometióle enviar modos para ello.

Roto el hielo, a los diez minutos volvieron nuestros locos. Aunque sin perder una palabra de lo que oía, Díaz se mantuvo aparte del ardiente tema. Por eso cuando Lugones salió un momento, me extrañó su inesperado interés. Contóme en un momento porción de anécdotaslas mejillas animadas y los labios precisos de convicción. Tenia por cierto a esas cosas mucho más amor del que yo le había supuesto, y su última historia, contada con honda viveza, me hizo ver que entendia a los locos con una sutileza no común en el mundo.

Se trataba de un muchacho provinciano que al salir