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48 LOS BANDIDOS

fuego lento, para encontrarlas en sazón en la tarde á la hora de su regreso. Barrian y regaban su cuarto, cuyo pavimento era de tierra, sacudían sus petates, colgaban sus frazadas en un inccatc tendido de uno á otro lado, encerraban en la cocina con su poco de maíz y un cajete de agua á unos pollos y gallinas, le daban dos gordas á un perro ó más bien à un coyote que habían traído desde el pueblo de la Sal, y dejando cerrada su casa, que ya tenía una puerta de madera, salían en compañía y se separaban en la garita de Peralvillo. Matiana, tomaba el rumbo de Santa Ana y Tezontlale y despacio, poco cargada con un chiquihuite en las espaldas lleno de raíces y yerbas entraba en un mesón y en otro. Como ya la conocían los huéspedes, si había algún arriero enfermo procedía á la curación, que no dejaba de ser precedida á veces de ciertas ceremonias. Si la luna estaba en cl cuarto creciente ó llena, casi aseguraba la curación, pero si estaba en menguante, ó no curaba, ó por lo menos no respondía de la curación. Cuando eran heridas casuales, leves ó raspones contra los árboles ó peñascos, ó rozaduras con las reatas, la cosa era sencilla. Encendía un cabo de cera bendita que siempre cargaba en su chiquihuite, decía al paciente que rezara un padre nuestro y una ave María, y que se encomendase à la Virgen de Guadalupe, mientras ella se echaba boca abajo y decía muy aprisa palabras en idioma azteca, después se ponía en pié y persignaba los rincones del cuarto, hacía que el huésped le diese un coscorrón medianamente fuerte en la cabeza á ella y al paciente, y en seguida iba á la cocina, y sola, sin permitir que nadie la viese, hacia una cataplasma, ya fría, ya caliente, según la enfermedad, y la aplicaba sobre la llaga, raspón ó herida. Recibía en