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sadas que se imputan a los porteños en general. Por lo demás, también hubieron ejércitos similares en Tucumán, en Salta, en Mendoza, en el Alto Perú, con permanencia más larga que en Santa Fe, y con todo, las guerras intestinas basadas en el rencor que produjeron el alzamiento de los caudillos, no se desarrollaron en esas regiones con la misma intensidad y duración que en el litoral.

Deslizándose así el país por un plano inclinado, se precipitó con movimiento acelerado en el desórden y anarquía de modo que, con el tiempo, llegó a intensificarse tanto la ausencia de lo ideal que se citan casos típicos, cuya verdad parece imposible en el estado legal y orgánico que hemos alcanzado: tal, Artigas, que, viejo y refugiado en Paraguay, se jactaba «de poder montar todavía a caballo para pelear contra los porteños», o tal, Telmo López, santafecino (el coronel Lisandro Olmos me lo describía como «lindo mozo, de magnífica apostura a caballo que se distinguía por su odio mortal contra Buenos Aires») que, desterrado voluntariamente en Paraná, después de Pavón, al declararse la guerra con Paraguay en 1865, acudió a alistarse bajo las banderas de los enemigos de su patria.

Indudablemente, el conjunto de circunstancias antes apuntadas sería suficiente para formar un suelo propicio, donde germinase ese sentimiento rencoroso que los caudillos aprovecharon, consciente e inconscientemente para satisfacer sus ambiciones de mando y ganarse la vida.

Empero, para la solución del problema planteado en los párrafos precedentes, no debe perderse de vista el façtor económico que es el más decisivo en los negocios humanos. La creación del virreynato de Buenos Aires en 1776, y la apertura consiguiente de su puerto para el comercio marítimo (legal, debe entenderse, pues el de contrabando nunca pudo evitarse), fué un rudo golpe asestado a la importancia de Santa Fe, dislocando las rutas continentales del comercio.

En efecto, por su situación geográfica en la parte más