hallaba frente a él, y no podía menos de mirarla de vez en cuando.
«Ha venido hace muy poco de la provincia—pensaba severamente—. ¿A qué diablos vienen aquí? Yo, por ejemplo, abandonaría con mucho gusto esta maldita ciudad y me iría a cualquier rincón. Naturalmente, ella se pirra por las conversaciones, por las discusiones; tiene sus ideas políticas y sociales. No estaría de más que se cuidase un poco del arreglo de su persona; mas no tiene tiempo de ocuparse en cosas tan mezquinas: ¡debe salvar a la humanidad! Es lástima, sobre todo siendo tan bonita.»
La muchacha advirtió las miradas severas de Krilov, y se turbó. Se turbó de tal modo, que la sonrisa desapareció de su rostro y fué reemplazada por una expresión de miedo infantil, mientras su mano izquierda, con un movimiento instintivo, se dirigía hacia su pecho, como si llevase algo escondido en el corsé.
«¡Tiene gracia!—se dijo Krilov, volviendo a otro lado los ojos y tratando de dar a su rostro una expresión de indiferencia—. Le dan miedo mis gafas azules; todas estas muchachas están seguras de que un hombre con gafas azules es un espía... Lleva probablemente proclamas escondidas en el corsé. En otro tiempo, las muchachas escondían cartas amorosas; ahora son proclamas y boletines revolucionarios lo que esconden. ¡Boletines! ¡Qué palabra más estúpida!»
Dirigió de nuevo, a hurtadillas, una mirada a