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la muchacha, y volvió en seguida los ojos. Ella le mirada, como mira un pájaro a una serpiente que se acerca, y apretaba la mano contra su costado izquierdo. Krilov se incomodó.

«¡Qué estúpida es! Me toma por un espía, a causa de mis gafas azules. No comprende que un hombre puede llevar gafas azules por estar enfermo de la vista. Es tan cándida, que se hace traición. ¡Y pensar que pretende salvar a la humanidad! ¡Necesita aún una niñera esta revolucionaria! No estamos en sazón todavía para la revolución. En vez de Lasalles, entre nosotros, se dedican los chiquillos a la política. ¡No sabe aún resolver un sencillo problema aritmético, y habla, sin duda, con aplomo, de cuestiones políticas, sociales, financieras! No estaría de más asustarla un poco; sería una buena lección para ella.»

Apenas había formulado en su interior tal pensamiento, tuvo una inspiración repentina. Era una idea inspirada por el cielo gris de noviembre, por el suelo fangoso, por el hambre que le atormentaba. Inmediatamente comenzó a ponerla en práctica.

Con un movimiento nada seductor bajó la cabeza, dió a su rostro una expresión desagradable y maliciosa, propia, a su juicio, de un espía, y lanzó una mirada severa y escrutadora a la muchacha. El resultado le satisfizo: la muchacha se estremeció de miedo, y sus ojos se llenaron de angustia.

«¡Vamos, pequeña!—pensaba, triunfante, Kri-