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lov—. Parece que huirías de buena gana; pero ¿cómo? ¡Magnífico! ¡Espera, que aun hay más!»

Se iba interesando en el juego, encontrando en él un placer. Olvidaba su hambre y el mal tiempo, se dedicó a la imitación de un espía, con tanta habilidad como si fuera un verdadero artista, o como si en realidad estuviese al servicio de la Policía secreta.

Su cuerpo se tornó flexible como el de una serpiente; sus ojos adquirieron una expresión de alegría pérfida; su mano derecha, que llevaba en el bolsillo, oprimía con toda su fuerza el billete, como si éste fuera un revólver cargado con seis balas o un carnet de policía.

No sólo la muchacha, sino muchos otros viajeros comenzaron a desazonarse al mirarle: tan de espía era su apariencia. Un comerciante grueso y colorado que ocupaba él solo la tercera parte de la plataforma se estrechó de pronto, se hizo pequeñísimo y volvió la cabeza. Un hortera, debajo de cuyo gabán se veía un delantal blanco, miró a Krilov con ojos de conejo asustado, y, empujando a la muchacha, saltó del tranvía y desapareció entre la multitud.

«¡Muy bien!»—se cumplimentó a sí mismo Krilov, con el corazón lleno de la alegría pérfida de un enfermo del hígado. Había algo de pintoresco, de sugestivo, de agradablemente inquietante en esa renuncia a su propia persona, en representar un papel antipático, en que los demás le odiasen y le temiesen. En el fondo gris de la vida cotidia-