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noche a las puertas, y una doncella cuarentona, de nombre Anfisa Andreievna. Durante muchos años había estado empleada como ama de llaves en casa de una condesa, algo parienta suya, donde dormía en una cama muy corta, casi de niño, en la que no podía acostarse sin encoger las piernas. Cuando se volvió loca, creía tenerlas encogidas para toda la vida y encontrarse, por tanto, en la imposibilidad de andar. A toda hora atormentábala el temor de que cuando muriese la colocaran en un ataúd demasiado corto, donde no pudiera estirar las piernas. Era muy modesta, suave, de lindo rostro exangüe, como se pinta a las monjas y a las santas. Mientras hablaba, sus largos dedos blancos arreglaban los encajes rotos de su peto. Le enviaban muy poco dinero para sus gastos, y llevaba trajes extraños, hacía mucho tiempo pasados de moda.

Tenía una confianza absoluta en Pomerantzev, y le rogaba con frecuencia que se cuidase del ataúd cuando ella muriese.

—Es verdad que el doctor me lo ha prometido; pero no tengo gran confianza; su papel es engañarnos, mientras que usted es de los nuestros. Además, no es gran cosa lo que le pido a usted: un ataúd largo costará unos tres rublos más que un ataúd corto. Ya he sacado la cuenta. Pero es preciso que alguien se cuide de eso. ¿Usted me lo promete?

—¡Sí, señora! Cuente usted conmigo. Haré una colecta entre los enfermos y se le construirá a usted un mausoleo en el cementerio.