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—Muy bien. Un mausoleo; me parece muy bien. Se lo agradezco a usted muchísimo.

Y su pálida faz se coloreaba ligeramente, como blanca nube matutina herida por el primer rayo del sol.

Hacía mucho tiempo que no creía en Dios, y un día, como hubieran llevado a casa de la condesa unos iconos, cometió con uno de ellos un horroroso sacrilegio. Con este motivo, se cayó en la cuenta de que había perdido el juicio.

Durante los paseos, que eran obligatorios para todos los enfermos, Petrov se mantenía siempre a distancia por temor a un ataque súbito; en verano llevaba en el bolsillo, para defenderse, una piedra, y en invierno, un pedazo de hielo. El enfermo que llamaba a las puertas se mantenía también a distancia. Después de pasar rápidamente por todas las puertas abiertas, se detenía ante la del jardín y se ponía a llamar a ella, sin apresurarse, insistentemente, de un modo monótono, con intervalos regulares. Al principio de su estancia en la clínica tenía los dedos hinchados y cubiertos de cicatrices; pero con el tiempo se fueron tornando insensibles, la piel se endureció, y cuando llamaba, se podía creer que sus dedos eran de piedra.

Pomerantzev se creía obligado a charlar un poco con él siempre que le encontraba.

—¡Buenos días, señor! ¿Sigue usted llamando?

—¡Sí!—respondía el otro, mirando a Pomerantzev con sus grandes ojos tristes y extrañamente profundos.