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aparecido en el desierto vacío, infinito, y nadie las conocía, nadie las recordaba, en ningún corazón habían dejado huella alguna. Era inútil llorar, implorar, suplicar de rodillas, amenazar, enfurecerse; con ello nada lograría. El vacío infinito permanecería mudo, impasible, pues no devuelve nunca nada de lo que devora. Nunca, ni lágrimas ni súplicas, han podido tornar a la vida lo que ha muerto. No hay perdón, no hay remedio; tal es la ley cruel de la vida. Sí, aquello había muerto. El mismo había sido su asesino. Con sus propias manos había quemado las mejores flores que se habían abierto, en una noche santa, en su alma mísera y estéril. ¡Pobres flores perdidas! No tenían quizá la fuerza de una idea creadora; pero eran, con todo, lo más exquisito de su alma. Entonces no existían ya, y no se abrirían ya nunca. No hay perdón, no hay remedio; tal es la ley cruel de la vida.

No podía continuar solo.

—¡Macha!—gritó a su mujer.

Acudió inmediatamente. Su faz era redonda y bondadosa; su cabello, descuidado, tenía un color impreciso. Llevaba en la mano un traje de niño, que ella confeccionaba.

—Bueno, ¿vas a comer? Voy a decir que calienten la comida; todo está frío.

—No, espera... Tengo que hablarte.

Macha manifestó inquietud; puso sobre la mesa su labor y miró fijamente a su esposo. Este volvió los ojos.