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—¡Siéntate!—dijo.

Ella se sentó, arregló su ropa, y con las manos sobre las rodillas se dispuso a escuchar. Como ocurría siempre, desde su infancia, cuando tenía que escuchar algo, puso al punto una cara estúpida.

—¡Te escucho!

Pero el profesor no decía palabra, y miraba con extrañeza el rostro de su mujer. Le parecía, en aquel instante, por completo desconocido, como el de un nuevo alumno que asistiese por primera vez a su clase. Se le antojaba absurdo que aquella mujer fuera su esposa. Una idea nueva, súbita, turbó su cerebro trastornado. En voz baja, murmurando, dijo:

—¿No sabes, Macha? ¡Soy un espía!

—¿Cómo?

—Soy un espía. ¿Comprendes?

Ella se quedó inerte en su asiento, y, con un gesto desesperado, exclamó:

—¡Ya me lo sospechaba! Lo había adivinada hace tiempo. ¡Dios mío, qué desgraciada soy!

Krilov se levantó de un salto, se acercó a ella y se puso a agitar furiosamente el puño cerrado ante su rostro, conteniendo a malas penas su deseo de golpearla.

—¡Qué bestia eres! ¡Qué idiota!—exclamó con voz tan furiosa que un silencio de muerte reinó en seguida en las habitaciones próximas—. ¿Lo crees, pues? ¿Lo creías hace mucho tiempo? ¿Es posible? Después de doce años que vivimos jun-