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Página:Los espectros (1919).djvu/157

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—¡Por la cabeza de Hércules! No tiene ni un solo arañazo en la cara. ¿Cómo es eso, Pablo?

Pablo Emilio. (Con afectada modestia.)—No sé. Desde el primer momento sintió por mí un profundo afecto, como si yo fuera su marido. Cuando cargué con ella, pareció sentirse muy feliz, y se abrazó a mi cuello con tanta fuerza, que por poco me ahoga. Tiene las manos finas, pero extremadamente fuertes.

—¡Vaya una suerte!

—Y, sin embargo, es bien sencillo. Su corazón inocente y confiado le dijo que yo la amaba y la estimaba sinceramente. Casi todo el camino ha venido durmiendo en mis brazos como un niño.

El grueso romano.—Pero decid, señores romanos: ¿cómo podrá ahora cada uno de nosotros reconocer a la suya? Las hemos robado en las tinieblas, como a las gallinas de un corral.

(Las mujeres prorrumpen en exclamaciones de enojo. Se oye una voz que grita: «¡Qué comparación más indecente!»)

—¡Silencio! Nos oyen.

El grueso romano. (Con voz ahogada.)—Yo me pregunto cómo podremos reconocerlas. La mía era muy alegre, y no se la cederé a nadie. ¡Eso no!

—¡Tonterías!

—Yo reconoceré a la mía por la voz: creo que no olvidaré sus gritos hasta el nacimiento de Jesucristo.

—Yo reconoceré a la mía por sus uñas.