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rantzev a la enfermera, una muchacha bajita, en vuelta en una capa de pieles.

Estaba sentada en un banco, dando pataditas en el suelo para calentarse los pies, y vigilaba a los enfermos. La naricita se le había puesto encarnada a causa del frío.

—¡Muy bien, Georgi Timofeievich!—respondió con voz débil, sonriéndole afectuosamente—. Me gusta mucho verle a usted trabajar.

Pomerantzev no ignoraba que la enfermera estaba enamorada de él, y, aunque no podía corresponder a tal amor, respetaba sus sentimientos y procuraba no comprometer a la muchacha con cualquier imprudencia. Imaginábase que era una heroína que había abandonado a su opulenta y aristocrática familia para cuidar a los enfermos, aunque, en realidad, era una pobre huérfana sin parientes. Estaba seguro de que la cortejaban oficiales de la guardia imperial, y ella los rechazaba para consagrarse por entero a su deber penoso. Se mantenía con ella en una actitud particularmente respetuosa, la saludaba con extremada cortesía, la llevaba del brazo a la mesa y le enviaba, en verano, con el guarda, ramos de flores; pero evitaba cuidadosamente el quedarse solo con ella, para no ponerla en una situación falsa.

A propósito de esta enfermera tenía frecuentes disputas con el enfermo Petrov, que la juzgaba de una manera harto distinta. Petrov afirmaba que era, como por lo demás lo eran todas las mujeres, perversa, embustera, incapaz de un sincero amor.