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—Después de hablar con alguien—decía—, se burla de él. Hace un momento, por ejemplo—seguía diciéndole confidencialmente a Pomerantzev, acariciándose la larga barba—, hace un momento coqueteaba con usted y conmigo, y estoy seguro de que ahora se está burlando de nosotros, y, escondida detrás de la puerta, ¡está llamándonos imbéciles! ¡Está ahí, créame usted! Hasta juraría que está haciéndonos muecas. ¡Oh, conozco muy bien a esa maligna criatura!

—¡Se engaña usted! ¡Yo sí que la conozco!

—Pues está ahí, detrás de la puerta. La oigo. ¿Quiere usted que la sorprendamos?

Y los dos, cogidos de las manos, se acercaban lentamente, de puntillas, a la puerta. Petrov la abría bruscamente.

—¡Se ha escapado!—decía con tono triunfal—. Ha oído nuestra conversación y ha huido. ¡Oh, son el diablo! Es muy difícil sorprenderlas. Puede uno perseguirlas toda la vida sin tener buen éxito nunca.

Un día afirmó que la enfermera era la querida del guarda y había tenido con él un niño, a quien acababa de matar; le había ahogado con una almohada, y por la noche le había enterrado en el bosque. El sabía hasta el sitio donde el pobre niño estaba enterrado.

Pomerantzev, indignado al oír tales acusaciones, retrocedió unos cuantos pasos, tendió solemnemente la mano derecha y dijo con voz grave:

—¡Señor Petrov, es usted un monstruo! No vol-