melancólica. Se sentaba en todos los sillones y canapés, pensando que el doctor había estado sentado en ellos. Una noche, hallándose el doctor, según su costumbre, en el restorán Babilonia, llegó a tenderse con cuidado en la cama. En la almohada quedó la huella de su cabeza; asustada, iba a hacerla desaparecer, cuando, pensándolo mejor, renunció a su propósito, y toda la noche, entre las burdas sábanas de la clínica, abrasándose de rubor, de placer y de amor, estuvo besando locamente su almohada blanca de doncella. Sobre el tocador del doctor había encontrado hacía tiempo un frasco de esencia, y había perfumado su pañuelo, que guardaba como si fuese un objeto precioso, y cuyo perfume saboreaba como saborea un borracho el aroma del vino.
Además de las tres estancias habitadas, había en el piso superior otra más, completamente desierta y con una ventana italiana que abarcaba casi por completo la pared. La acristalaban multitud de pequeños vidrios de colores y de una misión arquitectónica puramente estética; mirada desde fuera, era grata a la vista; pero causaba una impresión turbadora y extraña mirada desde dentro. Siempre que la enfermera subía al piso alto, permanecía largo rato en aquel aposento, contemplando, al través de la vidriera policroma, el paisaje conocidísimo, y, sin embargo, extraordinario, que se veía desde allí. El cielo, el muro, el camino, la pradera y el bosque, mirados al través de los vidrios rojos, amarillos, azules y verdes,