cambiaban de un modo fantástico; el efecto, mirando al través del conjunto de los cristales, era el de una gama; pero si se miraba al través de un solo cristal, se experimentaba una emoción que variaba según el color. La correspondiente al amarillo era muy inquietante; el paisaje parecía anunciar alguna desgracia, evocar vagamente algún terrible crimen. Al mirar al través del cristal amarillo, la enfermera sentía una tristeza infinita y perdía toda esperanza de que el doctor Chevirev se casara con ella. A no ser por aquel cristal, le hubiera confesado, hacía mucho tiempo, su amor. Y siempre se juraba no volver a mirar por aquella ventana; pero miraba, sin embargo, llena de susto y de tristeza ante el extraño cambio del paisaje conocidísimo. La proximidad de la ventana al gabinete del doctor la inquietaba mucho, como si presintiera en ella un riesgo cercano y misterioso.
La soledad del doctor le inspiraba algo así como un sentimiento maternal. Cuidaba su ropa y sus libros, y sentía mucho que su autoridad no se extendiese a la cocina, tanto más cuanto que, a su juicio, el doctor comía muy mal.
Tenía celos de los enfermos, del guarda, al que el doctor confiaba a veces misiones misteriosas; de cuantos trataban con su ídolo. Guardaba en la cómoda, amorosamente, junto al pañuelo perfumado, un grueso cuaderno, donde escribía sus más íntimos pensamientos y donde le rogaba al doctor que renunciase a sus visitas cotidianas al resto-