sino sus propias palabras; se cambiaban declaraciones de amor, abrazos y, a veces, bofetadas.
La gente variaba diariamente. Ante el doctor Chevirev pasaban artistas, escritores, pintores, comerciantes, aristócratas, empleados públicos, oficiales llegados de provincias. Había en la tertulia cocottes, señoras honorables y, en ocasiones, muchachas puras e inocentes, encantadas de cuanto veían y que se emborrachaban a la primera gota de vino. No obstante su diversidad, toda aquella gente hacía lo mismo.
No tardaban en entrar los bohemios, los hombres altos, de cuello largo y cara triste y aburrida; las mujeres modestas, vestidas casi todas de negro, indiferentes a las conversaciones, a las palabras que se les dirigían y a los vinos que había en la mesa. Luego, de repente, empezaban todos a gritar, y el gabinete se llenaba de una alegría loca, de una tempestad de sonidos, de un huracán de pasiones, como si todo se trastornase y desencadenase. Luego comenzaban los bailes. Cualquier esqueleto vestido de mujer daba vueltas como un peón junto a la mesa, en una danza loca, frenética. El silencio reinaba de nuevo, y de nuevo se veían mujeres modestas vestidas de negro y hombres de cara seria y triste. Durante un rato, las mujeres, cansadas, respiraban más pesadamente, y temblaban las manos de la que acababa de bailar.
Una joven bohemia morena comenzaba a cantar un «solo». Bajaba los ojos. Todos deseaban