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vérselos; pero ella no los levantaba. Hermosa, morena, como enajenada, cantaba:

    Ni debo amarte ni olvidarte puedo,
y hondo dolor mi corazón destroza.
¡Contigo, el crimen, y sin ti, la muerte!
Lejos de ti, todo en mi vida es sombra.
    Aunque maldigo mi pasión insana,
me complazco en sus cuitas deliciosas.
Ni quiero amarte ni olvidarte puedo.
¡Malhaya el lazo!; pero ¿quién lo corta?

De esta suerte cantaba, sin mirar a nadie, morena, hermosa, como enajenada; parecía que lo que cantaba no fuese una canción, sino la realidad, y en todos producía una impresión de realidad. La tristeza invadía las almas, los corazones se llenaban de la nostalgia de algo desconocido y bello, la memoria evocaba algo que quizá no había existido nunca. Y todos, los que habían conocido el amor y los que no lo habían conocido jamás suspiraban y bebían vino ávidamente. Y mientras bebían percatábanse de que la vida sobria que habían llevado hasta entonces no era sino una mentira, un engaño; de que la verdadera vida, la real, estaba allí, en aquellos lindos ojos bajos, en aquellas exaltaciones del sentir y el pensar, en aquel vaso que acababa alguien de romper, derramando sobre el mantel un vino color de sangre.

Se aplaudía con entusiasmo a la cantatriz, y se pedían más vino y más canciones. Luego, a petición del doctor Chevirev, cantaba una bohemia entrada en años, de rostro enflaquecido y enor-