rito. Algunos años antes, el doctor había conocido allí a su enfermo Petrov; en aquella época, Petrov llevaba una linda perilla, reía, derramaba vino en los floreros y cortejaba a una hermosa bohemia. A la sazón llevaba una larga barba descuidada y estaba recluído en un manicomio; la bohemia había desaparecido. O quizá no había existido en la vida y el doctor se la había inventado. ¿Quién sabe?
A las cinco de la mañana, el doctor Chevirev acababa su tercera botella de champaña, y se iba a su casa. En invierno, como todavía era de noche a dicha hora, tomaba un coche; pero en primavera y en verano, si hacía buen tiempo, se iba a pie. No tenía que andar sino cinco o seis kilómetros hasta su clínica. Había que atravesar una gran aldea, seguir después el camino, a ambos lados del cual extendíase la campiña, y cruzar, por último, el bosque.
El sol se levantaba, y parecía que sus ojos estaban aún rojos de sueño; todo alrededor—el bosquecillo, los árboles, el polvo del camino—se hallaba ligeramente teñido de un color rosa pálido. El doctor se cruzaba de vez en cuando con campesinos y campesinas, que se dirigían en sus cochecillos al mercado de la ciudad. En su cara y en su actitud se reflejaba aún la impresión del frío de la noche. Tras los cochecillos se alzaban leves nubes de polvo. Junto a una taberna jugaban unos perritos. De vez en cuando pasaban por el camino hombres con sacos a la espalda, gentes misteriosas,