mes ojos rasgados; aludía en sus cantos al ruiseñor, a las citas amorosas en el jardín, al amor juvenil y a los celos. Estaba embarazada de su sexto hijo. Junto a ella se hallaba su marido, un alto bohemio, vestido de levita, con una mejilla hinchada a causa del dolor de muelas, que la acompañaba con la guitarra. Ella cantaba, refiriéndose en sus canciones al ruiseñor, a las noches de luna, a las citas deliciosas en el jardín, al amor juvenil, y también las cosas que cantaba producían una impresión de realidad, a pesar de su embarazo y de su rostro envejecido.
Y así hasta el amanecer.
El doctor Chevirev no se esforzaba por conservar en la memoria los nombres de sus amigos del Babilonia, y no se daba cuenta de que desaparecían y eran reemplazados por otros. Callaba, sonreía cuando se dirigían a él, bebía su champaña mientras los demás gritaban, bailaban con los bohemios, se regocijaban o se entristecían, reían o lloraban. Generalmente, una alegría estúpida reinaba en la tertulia, lo que no era óbice para que a veces también ocurrieran en ella cosas lamentables.
Hacía dos años, mientras una joven y bella bohemia cantaba, un estudiante se pegó un tiro; se fué a un rincón, se inclinó como para escupir y se disparó el revólver en la boca, que olía aún a vino. Otra noche, uno de los amigos del doctor, momentos después de abrazarle y marcharse del Babilonia, fué desvalijado y asesinado en un ga-