iba y venía de un cuarto a otro y renegaba de todo y de todos: de la clínica, del personal, de la enfermera, que se dormía en vez de velar. Cuando entró el doctor, le recibió lleno de ira.
—¡Tiene gracia esta casa de locos!—gritaba sin dejar de andar—. ¡Vaya una casa de locos! Ni siquiera cierran las puertas de noche, y cualquiera... si le da la gana... ¡Me quejaré! Si no puede usted ni tener un guarda, ¿para qué se mete a abrir clínicas? ¡Es una bribonada! ¡Sí, señor, una bribonada! ¡Roba usted a sus enfermos! ¡Abusa de su confianza! Le creen a usted un hombre honrado, y usted...
—A ver el pulso—dijo el doctor Chevirev.
—Tómemelo, si quiere; pero no se crea que voy a dejarme engañar con el pulso y otras zarandajas.
Petrov se detuvo, y, mirando con ira el rostro afeitado del doctor, preguntó de repente:
—¿Estaba usted en el Babilonia?
El doctor hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—¡Qué! ¿Se está bien allí?
—Sí.
—¡Ya lo creo que se está bien! ¿Por qué no? Sin embargo, hay que tener cuidado de que cierren las puertas. No hay que olvidar la clínica por el Babilonia.
Se echó a reír a carcajadas; pero sus labios temblaban, y su risa parecía el ladrido de un perro con frío.
—Sí; voy a dar orden de que cierren siempre