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cia y la concebía como otra vida misteriosa; Pomerantzev, por su parte, ni siquiera pensaba en ella. Pero las lágrimas de la anciana de cabellos blancos le conmovieron, y experimentó de nuevo un sentimiento de vaga inquietud.

—¡A ver el pulso!—le dijo—. Bueno. No se apure usted. Todo se arreglará lo mejor posible. Yo haré todo lo que esté en mi mano. Esté usted completamente tranquila.

—Me consuela usted. ¡Es usted tan bueno! Se lo agradezco con toda mi alma.

Y la vieja, de pronto, le cogió la mano a Pomerantzev y se la llevó a los labios.

El se puso muy colorado, como se ponen los hombres que ya peinan canas y tienen arrugas en la cara, y exclamó con indignación:

—¡Vamos, señora, vamos! ¿Se les besa la mano a los hombres?

Y salió de la estancia.

El corredor estaba mal alumbrado. Pomerantzev marchaba lentamente. De pronto, a algunos pasos de distancia, vió a San Nicolás, el taumaturgo. Era un hombrecillo de pelo gris, con pantuflas tártaras muy agudas y una pequeña aureola dorada alrededor de la cabeza. Pomerantzev avanzaba cabizbajo, y el santo también, sin ruido alguno, como si anduviese sobre una espesa alfombra. Durante largo rato, uno y otro guardaron silencio. Marchaban emparejados y sumidos en sus reflexiones. El corredor parecía interminable. Se veían a ambos lados blancas puertas ce-