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rradas; detrás de unas reinaba un silencio absoluto; detrás de otras se adivinaba una ligera agitación: la de los enfermos insomnes, que no podían estarse quietos. El corredor no se terminaba jamás, y las puertas eran extrañamente numerosas. Detrás de una de ellas, al lado izquierdo del pasillo, oyeron un ruido seco y monótono; el loco que llamaba a las puertas se entregaba infatigablemente a su ocupación predilecta.

—¡Llama!—dijo Pomerantzev á San Nicolás, sin levantar la cabeza.

—¡Llama!—respondió el otro, sin levantar la cabeza tampoco.

—¡Muy bien!

—¡Sí, muy bien!—confirmó San Nicolás.

Y siguieron andando, sumidos uno y otro en sus reflexiones.

—¿Por qué siento a veces en el pecho, bajo el corazón, algo que me oprime, que me pesa? Di, Nicolás.

—¡Es natural! En una casa de locos no puede uno menos de fastidiarse alguna vez.

—¿Crees...?

Pomerantzev volvió la cabeza hacia San Nicolás. Este le miraba con afecto y sonreía dulcemente. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—¿Por qué lloras? Sonríes y lloras al mismo tiempo.

—¿Y tú? Tú también sonríes y lloras.

Y siguieron andando, sumidos en sus reflexiones.