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cenderlas de nuevo. Voy a ordenar que se enciendan todos los fuegos, que arda el alquitrán en los barriles; vamos a esperar toda la noche al novio retrasado, sin pegar los ojos en nuestro éxtasis amoroso y nuestra sumisión canina.

Elsa.—Perdóname, padre.

El conde.—Sí, seremos dóciles como perros; de otra suerte, el emperador podrá enfadarse con nosotros. Hace mucho tiempo que detesta al conde miserable que se atreve aún a conservar un poco de altivez, y mañana, quizá, le echará de su nido familiar y ordenará luego la destrucción del nido. (Finge que llora.) ¿Adónde irá entonces el desgraciado conde? ¿Dónde encontrará un asilo? Es pobre, va mal vestido. Los perros de la aldea le morderán las piernas; las mujeres y los niños harán mofa de él. ¿Adonde irá entonces el desgraciado conde? (Cae de rodillas ante Elsa y trata de coger sus manos para besarlas.) ¡Oh, noble y generosa duquesa! ¡Os ruego que os compadezcáis de mí! Suplicad a nuestro buen emperador que no me eche; dadle la seguridad de mi plena, de mi absoluta sumisión...

Elsa.—¡Vamos, padre! ¡Te lo suplico! Levántate.

El conde.—Sí, noble duquesa; suplicad al emperador que no destruya el nido en que ha nacido el pobre conde. No hay piedra, no hay agujero en el castillo que le sean desconocidos. De niño andaba a gatas por las losas del patio. Desde sus torres, siendo mozo, miraba a lo lejos, soñando