conquistar el mundo y adornar su frente con una corona. Aquí conoció a su mujer, y, bajo las frondas de estos árboles, arrullaba a su pequeña Elsa, que era el sol de su vida...
Elsa. (Llorando.)—¿Qué haces conmigo, padre? ¡Déjame! ¡Me haces daño en las manos! ¿Llo ras de verdad? Sí, siento en las manos la humedad de tus lágrimas. Te lo ruego, no llores. Ten piedad de mí. ¡Si supieras cómo le amo! ¡Sufro tanto! ¿Qué le ha sucedido? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no viene? Un terror loco se apodera de mí. He estado temblando todo el día. Tengo terribles presentimientos. Apiádate de mí, padre; procura tranquilizarme. ¿Te acuerdas de mi madre? ¡Qué hermosa era! ¡Cómo la amabas! (El conde se levanta y se aparta un poco.)
El conde.—Calmaos, condesa; el deseo de nuestro emperador se cumplirá. El castillo está dispuesto para el recibimiento del noble prometido. Voy a mandar que enciendan nuevos fuegos; los barriles de alquitrán están ya apagándose.
Elsa.—¡Padre!
El conde.—¿Queréis, quizá, que os envíe a vuestras damas de compañía? No tenéis más que mandarlo. Pero no; el amor prefiere la soledad. Perdonad a un viejo que ha olvidado ya lo que es el amor. ¡A vuestras órdenes!
(Sube por la escalinata.)
Elsa. (Sola.)—¡Pobre padre, cuánto sufre! No conoce a mi Enrique. Cuando lo conozca, le amará como yo le amo... ¿De qué proviene esta triste-