—¡No permitiremos que se la insulte!
(En lo alto de la escalinata aparece el viejo conde.)
El conde.—Esperad, barones. ¿Quién se atreve a acusar de liviandad a mi hija? ¿Y qué gentes son ésas, con traza y gesto de bandidos?
(Valdemar y los barones del duque Enrique se descubren.)
Valdemar.—Perdonad, conde, nuestra irrupción: buscamos al duque. Nadie pone en duda vuestra nobleza caballeresca, conde. Pero nuestro amor al duque no es menos grande. Debéis comprender nuestra ansiedad cuando, a pesar de nuestra tercera llamada, no ha acudido junto a nosotros.
Elsa.—¿Cómo? ¡No ha acudido!
El conde.—Me llenáis de asombro. ¿No está con vosotros el duque? ¿Dónde está entonces? Desde muy de mañana esperamos con los brazos abiertos al noble prometido de mi hija. Los barones están ya cansados de esperarle.
(Los barones prorrumpen en exclamaciones de enojo.)
El conde.—¿Dónde está, pues, vuestro duque? ¿Acaso la turba de bandidos que, pisoteando el honor caballeresco, se atreve a blandir los aceros en nuestro castillo, pretende reemplazarle? En tal caso, me veré obligado a decirle al emperador: «Son demasiados prometidos para mi hija.»
Valdemar.—A vos, conde, os toca decir dónde está el duque.
El conde.—¿A mí?