En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintoresco atraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya en sus puestos. Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponía ante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidente del tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos, pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos.
—¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted?
—Efim Petrovich.
—¿Quiere usted prestar juramento?
—Sí.
—Colóquese entonces a la izquierda... ¡Karasev! ¿El patronímico de usted?
—Andrey Egorich..
—¿Quiere usted prestar juramento?
—Sí.
—A la izquierda. ¡Blumental!
En esto se empleó mucho tiempo; los testigos eran lo menos veinte.. Unos contestaban a las preguntas del presidente en alta voz, con un placer visible, y pasaban a la izquierda sin esperar la orden; otros parecían sorprendidos por la llamada del presidente, ponían cara estúpida, miraban en torno, sin comprender nada, como si hubieran olvidado su propio nombre o como si creyesen que había en la sala otras personas que tuvieran el mismo. Los testigos honorables esperaban que el presidente terminase su pregunta y respondían sin apresurarse, de una manera detallada.