El acusado, un joven con un cuello postizo muy alto, se acariciaba el bigotito y tenía los ojos bajos. Estaba preso por distracción de fondos y operaciones financieras sucias. A veces, al oír el nombre de cualquier testigo, hacía un gesto, examinaba con mirada hostil al declarante y empezaba de nuevo a acariciarse el bigote.
Su abogado, un joven también, bostezaba de vez en cuando, tapándose la boca con la mano, y miraba por la ventana caer, en gruesos copos, la nieve. Había dormido bien aquella noche, y acababa de comerse en el buffet del tribunal una ración de jamón con guisantes.
Sólo quedaban por llamar media docena de testigos, cuando el presidente tropezó, de pronto, con una dificultad imprevista.
—¿Quiere usted prestar juramento?
—¡No!—respondió una voz femenina.
Al modo de aquel que, corriendo, choca contra un árbol, el presidente se detuvo, aturdido; buscó con la mirada entre los testigos a la mujer que le había contestado tan rotundamente, y todas las mujeres se le antojaron iguales, lo que le impidió orientarse. Entonces examinó la lista de testigos.
—¡Pelagueia Vasilievna Karaulova! ¿Quiere usted prestar juramento?—preguntó otra vez.
—No.
Ahora vió a aquella mujer. Era de regular edad, nada fea, de cabellos negros. A pesar de su sombrero chic y su traje a la moda, su aspecto no era el de una mujer de posición o ilustrada. Llevaba