—Escuche usted—dijo el presidente, dirigiéndose de nuevo a Karaulova—. El tribunal quiere conocer las razones que la hacen negarse a prestar juramento. Sin esa condición no podemos dispensarle a usted de prestarlo. Responda.
Siempre inmóvil, impasible, la testigo respondió algo, pero con voz tan débil que no pudo oírse claramente.
—No se oye nada. Más alto; tenga la bondad.
La testigo tosió, y luego dijo en alta voz:
—Soy una prostituta.
El abogado, que estaba sumido en sus reflexiones, levantó de pronto la cabeza y miró con curiosidad a aquella mujer.
—Convendría iluminar la sala—pensó.
El ujier, como si hubiera adivinado su pensamiento, oprimió uno tras otro los botones eléctricos. El público, los jurados y los testigos levantaron la cabeza y miraron las lámparas encendidas. Sólo los jueces permanecieron indiferentes. Así se estaba aún más a gusto. Uno de los jurados, un viejo, miró a Karaulova y dijo a su vecino:
—¡Tiene gracia esa mujer!
—Sí—contestó el otro.
—Bueno—objetó el presidente—. El hecho de que sea usted una prostituta no es una razón para negarse a prestar juramento.
Pronunció la palabra «prostituta» con el mismo acento con que estaba habituado a pronunciar las palabras «asesino», «ladrón», «bandido».