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das... puesto que se tomó usted el trabajo de escribir entổnces... En fin, somos mortales...

—¡Bien, bien!-interrumpió D. Abundo.

Y refunfuñando tiró de un cajoncito de la mesa, sacó papel, pluma y tintero, y se puso á escribir, repitiendo en alta voz las palabras á medida que salian de la pluma. Antoñuelo, eniretanto, y á una señal suya su hermano, se colocaron delante de la mesa para quitar que se viera la puerta, y, como por ociosidad, estregaban los piés en el suelo, tanto para, avisar á los que estaban afuera, como para que no se oyese el ruido de las pisadas.

Embebecido D. Abundo en lo que escribia, en nada reparaba. Al estregar de los cuatro piés, Lorenzo cogió de un brazo á Lucía, y apretándosole para ínfundirla ánimo, echó á andar trayéndola toda trémula tras sí, pues sola no hubiera podido dar un paso. Entraron los dos de puntillas, y reprimiendo el resuello, se pusieron detras de los dos ý hermanos. En esto, habiendo D. Abundo acabado de escribir, leyó el papel sin levantar la vista, y le dobló, diciendo: ¿Estás contento ahora?» Y quitándose con una mano los anteojos, alargó con la otra el papel á Antoñuelo, levantando la cabeza. Tendiendo éste la mano para tomarle se apartó á un lado, y Gervasio á otro, y hé aquí que á manera de una decoracion teatral, aparecieron en el medio Lorenzo y Lucía. Parecióle á D. Abundo un sueño, quedó absorto, y todo esto en el tiempo que empleó Lorenzo en pronunciar las palabras: «Señor Cura, protesto en presencia de estos dos testigos, que esta es mi mujer.» Aun no habia acabado de pronunciar la última palabra, cuando don Abundo habia ya dejado caer el recibo, cogido con la mano izquierda el velon, y arrastrado con la derecha el tapete de la mesa, tirando al suelo libro, tintero y salvadera, y saltando entre el sillon y la mesa, se acercó á Lucía.

Apénas la pobrecilla con blanda y trémula voz habia pronunciado la palabra, «Y este...» cuando D. Abundo le echó groseramente şobre la cabeza el tapete para impedirle que concluyese la fórmula, y dejando caer luégo la luz que traia en la otra mano, se ocupó con ambas en apretarle el tapete á la cara, en términos que casi la ahogaba, gritando al mismo tiempo con toda su fuerza: «;Perpetua! ¡Perpetua! ¡traicion! ¿quién me socorre?» La luz moribunda en el' suelo reflejaba un resplandor pálido é intermitente sobre Lucía, ! la cual enteramente desalentada, ni siquiera trataba de desenvolverse, por manera que podia compararse con una estatua modelada en barro, sobre la cual hubiese echado