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destruido y guardado por soldados; y pasando adelante por el camino donde habia venido con la muchedumbre, İlegó frente al convento de los capuchinos; dió una mirada á la plazuela y á la puerta de la iglesia, y dijo para sí suspirando:

—Y qué buen consejo me dió aquel capuchino de ayer, diciéndome que aguardase en la iglesia y que rezase algun poco! Aquí, habiéndose parado un instante á mirar con atencion hácia la puerta por donde debia salir, y viendo desde léjos que habia mucha gente de guardia, como tenía la imaginaeion exaltada (y en esto merecia disculpa, pues no dejaba de tener motivo para ello), experimentỏ mucha repugnancia en tentar aquel vado; por lo cual, encontrándose tan á mano un asilo donde con su carta sería perfectamente acogido, estuvo muy tentado de meterse en él; pero cobrando ånimo, resolvió quedar pájaro suelto lo más que pudiera.

—¿Quién me conoce?-decia para si:-los esbirros no se habrán hecho trozos para ir á aguardarme en todas las puertas.

Volvió la cabeza para ver si venian por aquella parte, y como no viese ni esbirros ni gente con quien pudiese tener que hacer, tcmó ánimo, y conteniendo sus benditas piernas, que contra su voluntad querian correr, llegó paso å paso, y silbando en semitono á la puerta. Estaban en ella una porcion de guardas, y por añadidura un piquete de migueletes españoles; pero toda su atencion se dirigia á la parte de afuera, para no dejar entrar á ninguno de aque- Îlos á la primera noticia de un alboroto acuden como que los cuervos á un campo de batalla, abandonando despues la accion; por manera que Lorenzo así á lo tonto, con los ojos bajos, y el andar entre el de viajero y el de persona que va de paseo, salió sin que nadie le hablase palabra; sin embargo, nu dejaba de darle saltos el corazon. Viendo una senda á la dérecha, se metió por ella para evitar el camino real, y anduvo largo trecho ántes de volver la cabeza.

Iba de tiempo en tiempo encontrando cortijos y aldeas, y las pasaba sin preguntar su nombre, pues con saber que se alejaba de Milan, y marchaba hácia Bérgamo, le bastaba por entónces. De cuando en cuando volvia la cabeza, y en seguida se miraba y refregaba las muñecas, todavía algo doloridas, y con una pequeña raya colorada en cada una, vestigio del consabido lazo. Sus pensamientos se reducian, como cada uno puede figurarse, á un mare magnum de arrepentimientos, de pesares, de rencores y ternezas, y