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riamente en la cabeza de D. Abundo, el cual se decia á sí mismo:

—Si pudiera enviar á pasear á ese Lorenzo!... ¡Válgame Dios! ¿qué podré yo decirle? Sobre todo... jél tambien tiene una cabecilla!... muy buena si no le tocan; mas si le contradicen, adios, es una furia, y más ahora que está enamorado perdido de esa Lucía!... ¡Mozalbetes, que no saben qué hacerse, se enamoran, y quieren casarse luégo, sin hacerse cargo de los conflictos en que ponen á los hombres de bien!... Yo no sé por qué aquellos dos bribonazos no irian con su intimacion á otra parte... ¡Qué desgracia no haberme ocurrido entónces esia especie! pudiera habérsela insinuado...

Pero reflexionando D. Abundo que el arrepentirse de no haber aconsejado una maldad era cosa demasiado inicua, volvia toda su cólera contra el que turbaba su sosiego. No conocia á D. Rodrigo sino de vista y de fama, ni habia tenido con él otras relaciones que la de tocar el pecho con la barba y el suelo con el sombrero. las pocas veces que le habia encontrado. Habiale ocurrido más de uħa vez defenderle contra los que privadamente reprobaban alguna de sus iniquidades; mil veces habia dicho que era persona muy respetable; pero ahora le dió en su interior todos aquellos titulos que nunca oyó en otras ocasiones sin interrumpirlos con un «;vaimos, vamos, p0- cas murmuraciones.»

Llegado entre el tumulto de semejantes ideas á la puerta de su easa, situada en la extremidad de la aldea, melió aprisa el picaporte, que ya tenía en la mano, abrió, entró, y cerró de nuevo con mucho cuidado; y ansiando por halarse con persona de su confianza, empezó á gritar: «;Perpetua! ¡Perpetua!» dirigiéndose al comedor en que aquella estaba poniendo la mesa para cenar. Era Perpetua, como ya lo conjeturará cualquiera, el ama de D. Abundo, criada afecta y fiel, que sabia obedecer y mandar á su tiempo, y sufrir con oportunidad los regaños y las extravagancias del amo, para hacerle luégo sufrir las suyas, que eran de dia en dia más frecuentes, pues ya habia pasado la edad sinodal de los cuarenta sin haberse casado, bien fuese por haber desechado, segun ella decia, no pocos parlidos, bien por no haberse presentado ninguno, segun se decia en el pueblo.

—Voy,-respondió Perpetua, dejando en la mesa la botella del vino predilecto de D. Abundo.

Y echó á andar pausadamente; pero aún no habia llegado