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ñados, sus vestidos lujosos hechos jirones y la ferocidad de los antiguos hábitos estampada en el rostro, muchos de aquella chusma de bravos, que, perdido por tas circunstąncias el pan de sus iniquidades, le iban pidiendo abora por compasion y misericordia. Abatidos por el hambre, sia más rencillas que para bacer sobresalir sus lamentos, ni otro apoyo que su sola persona, andaban arrastrando por aquella ciudad que pasearon en otro tiempo con la cervizerguida, ricamente vestidos y cubiertos de armas, y alargaban aquellas manos que tantas veces levantaron con insolencia para amenazar ó para herir.

Pero la turba mayor, más miserable, más macilenta y de más bullicio, era la de los lugareños, que de todas partes açudian, ya solos, ya en parejas, ya en bandadas de familias enteras, de maridos y mujeres con niños en los brazos ó á las espaldas, muchachos de la mano, y viejos detras. Muchos, invadidas y saqueadas sus casas por la soldadesca, habian huido desesperados, y entre ellos, algunos para excitar más la compasion y dar más peso á su miseria, manifestaban las contusiones y cardenales de los golpes que recibieron defendiendo los últumos restos de su pobreza, 6 huyendo de una desenfrenada y ciega brulalidad. Otros que no habian sufrido semejante azote, pero echados por las dos calamidades de que nadie habia podido escaparse, la carestía y los impuestos, más exorbitantes que nunça, para acudir. á lo que se llamaba urgencias de la guerra, habian venido y venian á la ciudad como antiguo asiento y último asilo de riqueza y de pía munificencia. Era fácil distinguir los que se presentaban de nuevo, más que por su andar incierto, por la iadignacion que manifestaban en sus rostros al ver tanta concurrencia de mendigos, y tanta rivalidad de miseria, allí donde creyeron ser ellos los únicos objetos de compasion y atraerse solos la atencion y los socorros. Los olros que habia más 6 ménos tiempo que arrastraban su miserable vida por la ciudad, sosteniéndose con limosnas adquiridas al acaso en tanta desigualdad entre los auxilios y las necesidades, levaban impresa en el semblante una consternacion más profunda. Distinguianse todos en aquella espantosa confusion no ménos por su aspecto que por sus trajes; diremos mejor, por los inmundos trapos con que cubrian sus carnes.

Los rostros pálidos de los habitantes del país bajo, los de color de bronce de los que ocupaban el llano del medio, y los sanguineos de los serranos, todos estaban descarnados y consuntos, los ojos hundidos, el mirar entre torvo y es-