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Docer que falta gravísimamente á su obligacion; pero ¿qué son obligacion y vergüenza para quien está poseido del miedo? ¿Amedrentarle más? Y ¿qué medios tengo yo para infundirle otro mayor recelo que el que ya le ha infundido la perspectiva de un escopetazo? ¿lnformar de esto al Cardenal Arzobispo, y rec!amar su autoridad? Para esto se necesita tiempo. ¿Y entretanto? iy despues? Por otra parte, áun cuando esta inocente se casase, sería un frenc para ese hombre?... ¿Quién sabe hasta dónde podria llegar su atrevimiento? ¿Resistirle? ¿Cómo? ¡Si pudiera ser que tomasen partido los Padres de mi comunidad! ¡lLos de Milan! Pero no es un negocio comun, y me abandonarian. Ese hombre se vende por amigd del convento, se jacta de ser partidario de los capuchinos, y sus bravos se han refugiado más de una vez entre nosotros: me hallaria solo en la danza: quizá me tacharian de caviloso, de embrollon, de buscaruidos; y lo más malo es que, ron una intentona intempestiva, pudiera acaso empeorar la suerte de esta infeliz.

Pesadas todas las circunstancias en favor y en contra, le pareció que el mejor partido sería el de arrostrar al mismo D. Rodrigo, procurando distraerle de su infame designio con súplicas, con recordarle los castigos de la otra vida, y áun con los de esta si fuese posible. A lurbio correr se podria por lo ménos de este modo conocer hastá qué punto llega su obstinacion en seguir su brutafempeño, descubrir mejor su intencion, y proceder en su consecuencia.

Miéntras el padre Cristóbal estaba discurriendo de esta manera, Lorenzo, que no sabia estar separado de aquella casa, se presentó en la pucrta; pero viendo al Padre embebecido, y que las mujeres le hacian señas de no estorbarle, se mantenia en el umbra! callando. Al levantar la cabeza el padre Cristóbal para comunicar á las dos mujeres lo que habia determinado, le atisbó y saludó de un modo que indicaba su acostumbrada benevolencia aumentada con la compasion.

—¿Le han dicho á usted, Padre?...-le preguntó Lorenzo con voz alterada.

—iDemasiado! y por eso he venido.

—¿Qué dice usted de aquel bribon?

—Qué quieres tú que diga? Está léjos: de nada servirian mis palabras. Lo que te digo á tí, es que pongas la confianza en Dios, y que él no te abandonará.

—Benditas sean sus palabras!-exclamó el jóven.-Usted no es de los que siempre tiran á los pobres como el señor cura y el bueno de aquel abogado.