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El palazuelo de D. Rodrigo se eleva aislado, á manera de los antiguos castillejos, en la cumbre de uno de los c0- llados de que se forma aquella cordillera. El paraje caia más arriba de la aldea de los dos novios, á unas tres millas de distancia, y á cuatro del convento. A la falda del monte por la parte que mira al lago se hallaba un grupo de casuchas, habiladas por colonos de D. Rodrigo, y aquella era como la miserable capital de su mezquino remo. Con pasar por alli bastaba para formarse una idea de la condicion y de las costumbres del pais. Echando una mirada á las habitaciones bajas, cuyas puertas estauan entreabiertas, se veian colgados de las paredes, sin órden, eseopetas, azadones, rastrillos, sombrerus de paja y boulsas para pólvora. Las gentes que se encontraban eran hombres de mala catadura, con un gran lufo, recogido en uns redecilla de varios colores; ancianos que, auuque ya sin garras, estaban siempre prontos à enseñar los dientes; mujeres de gesto varonil, brazos membrudos y dispuestos à obrar como auxiliares de la lengua con la mas leve Ocasion; y hasta en los mismos muchachos que jugaban en la calle, se advertia un no sé qué de arrojado y provocativo. Dejó fray Cristóbal las casas atras, se metió por una senda en tigura de caracol, y llegó á un estrecho İlanc delante del palacio. La puerta estaba cerrada, porque siendo la hora de comer, no queria el amo que nadie le molestase. Las pocas y pequeñas ventanas que caian á la calle, aunque cerradas por puertas apolilladas y medio caidas, teniai. fuertes rejas de hierro, y las del piso bajo eran tan altas que apénas hubiera podido asomarse un hombre encima de otro.

Reinaba alrededor un profundo silencio, y cualquier pasajero la hubiera creido una casa abandonada, à no ser por cuatro criaturas, dos vivas y dos muertas, que puestas en simetría por la parte de afuera, daban indicios de que habia gentes en ella. Clavados estaban en la puerta con las alas abiertas y la cabeza colgando, dos buitres enormes, el uno medio consumido y casi sin plumas, y el otro entero todavía y en buen estado; y dos broros tendıdos en dos bancos, uno á cada lado de la puerta, estalban ie guardia, esperando que los llamasen á gozar de los restos de la mesa del amo. Paróse el Padre en ademan de quien se propone aguardar; pero se levautó uno de los bravos diciendo:

—Entre usted, Padre, que aquí no se hace agnardar á los capuchinos. Nosotros somos amigos del convento, y yo he vivido alli en cierta época en que el aire de fuera no