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era muy saludable para mi; y á la verdad que si me hubieran cerrado la puerta, no lo hubiera pasado muy bien.

Diciendo esto, dió dos aldabazos; á los golpes respondió inmediatamente el ladrido de los perros de guarda y de los gozquecillos, y poco despues llegó refunfuñando un criado viejo; pero viendo al Padre, le hizo una profunda reverencia, sosegó á los perros con la mano y con la voz, introdujo al religioso al primer patio, y volvió á cerrar: condújole despues á una sala, y mirándole con apariencia de admiracion, le dijo:

—¿No es usted el padre Crist sbal de Pescarénico?

—El mismo.

—¿Y usted aqui?

—Ahi verá usted.

—Será para hacer algun bien.

—Cierlo.

—Ya se ve: en todas partes se puede hacer bien,-continuó el criado entre dientes.

Y siguiendo adelante los dos, despues de haber pasado unas cuantas piezas oscuras, llegaron á la puerta del comedor. Oiase dentro un ruido confuso de cucharas, tenedores, cuchillos, vasos, platos de peltre, y sobre todo de voces de diferentes personas que estaban disputando. El Padre queria retirarse, y aguardar á que hubiesen acabado de comer; y miéntras porfiaba sobre ello con el criado, se abrió la puerta. Sentado frente de la misma estaba un primo de D. Rodrigo llamado el conde Atilio, el cual, viendo al Capuchino y su modesta resistencia, gritó:

—Adelante. Padre, adelante; 1.0 se nos escape usted.

Sin couocer D. Rodrigo el niotivo preciso de aquella visita, sólo por cierto presentimiento la hubiera evitado con guslo; pero ya con aquella salida del Conde no le pareció conveniente negarse, y así dijo:

—Entre usted, Padre, éntre usted.

Entró entónces fray Cristóbal saludando al amo, y correspondiendo de una y otra parte á los saludos de los convidados.

Cuando un hombre de bien se presenta al frente de un malvado, á todos agrada figurársele con la cabeza erguida, el mirar firme y la lengua suelta; pero para que tenga semejante actitud es necesa io que concurran muchas circunstancias dificiles de reunir; y así no es de extrañar que el padre Cristóbal, á pesar del testimonio de su conciencia, del convencimiento firme de la justicia de la causa que iba á defender, y del horror y compasion que á un