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vengarse; ya desistia de su proyecto; ya pensaba cómo habia de satisfacer á un tiempo su pasion y lo que llamaba su honor, y á veces (lo que son las cosas!) sonándole al oido aquel principio de profecía del Capuchino, se estremecia momentáneamente, y cası estaba para abandonar sus caprichos. En fin, llamó á un criado, y le mandó que le disculpase con sus comensales, diciéndoles que estaba ocupado en un negocio urgente. Cuando volvió el criado á decirle que aquellos caballeros se habian marchado, dejando para él mil respetuosas expresiones, preguntó por el conde Alilio, sin dejar de pasear, á lo que contestó el criado, que el Conde habia salido con los demas.

—¡Bien!-prosiguió;-seis personas de acompañamiento al instante para el paseo; la espada, la capa y el sombrero; volando.

Salió el criado haciendo una reverencia, y á breve rato volvió con la rica espada que al momento se ciñó su amo, con la capa que se echó encima al desgaire, y con el sombrero guarnecido de plumas, que se encasquetó con una palmada, señal de que corria mal viento. Al salir encontró en la puerta á los seis bandoleros armados, los cuales, despues de hacer ala y una reverencia, echaron á andar tras de él. Más orgulloso y más ceñudo que lo que acostumbraba, tomó el paseo hácia Leco, quitándosele el sombrero é inclinándose hasta el suelo cuantos aldeanos encontraba en el camino, con la circunstancia de que el grosero que hubiese omitido este acto de urbanidad, hubiera salido bien librado si alguno de los bravos de la comitiva se hubiese contentado con echarle el sombrero al suelo de una manotada.

A estos saludos no contestaba D. Rodrigo. Saludábanle tambien las personas de clase más elevada, y á éstas correspondia con gravedad. Aquel dia no sucedió que encontrase al Gobernador español; pero cuando se verificaba, el saludo era completo y profundo por ambas partes, como entre dos potentados independientes, los cuales por conveniencias honran su respectiva dignidad. Para disipar el mal humor, y contraponer á la imágen del Capuchino, que no se apartaba de su imaginacion, otros rostros y otros actos muy diversos, entró aquel dia en una casa en que se hallaba una brillante concurrencia, y en donde fué recibido con todas aquellas demostraciones de respeto y consideracion con que se obsequia á los hombres que se hacen amar ó temer mucho; y finalmente, entrada la noche, volvió á su palacio. Acababa de entrar el conde Atilio, y ser-