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que no era fácil adivinar qué hombres fuesen, se podia asegurar que no eran los viajeros honrados que pretendian aparentar. Uno entraba con el pretexto de preguntar por el camino, otros estando delante de la puerta acortaban el paso nirando adentro por fin, como quien quiere ver sin excitar sospechas: como á cosa del mediodía concluyó semejante procesion. Levantábase de cuando en cuando Inés, atravesaba el patio, se asomaba á la puerta de la calle, miraba á derecha é izquierda, y volvia diciendo:

«no hay nadie;» expresion que proferia con placer, y que con placer oia su hija, sin que ni la una ni la otra supie- Sen bien la causa; pero este accidente dejó tal confusion en su ánimo, con particularidad en el de Lucía, que las privó de una parte del valor que querian conservar por la noche.

Aquí conviene que el lector sepa algo más con respecto á aquellos rondadores misteriosos; y para enterarle con exactitud, es preciso que volvamos atras á buscar á D. Rodrigo, que ayer dejamos solo despues de comer en una sala de su palacio, habiendo salido fray Cristóbal.

D. Rodrigo, como dijimos, 6 debimos decir, se quedó midiendo á pasos acelerados aquella sala, de cuyas paredes colgaban los retratos de su familia de várias generaciones. Cuando daba de hocicos en la pared, y se volvia, se ha!laba al frente algun antepasado suyo, que habia sido el espanto de los enemigos y de sus propios soldados, con torvo ceño, cabello erizado y largos bigotes. Pintado de cuerpo entero y armado de piés á cabeza, tenía el brazo derecho puesto en jarras, y la mano izquierda sobre el puño de la espada. Mirábale D. Rodrigo, y cuando al llegar debajo del retrato se volvia, se le presentaba otro antepasado suyo, magistrado, terror de los litiganutes, sentado en un sillon de terciopelo encarnado y envuelto en una loga negra, y todo negro á excepcion del cuello blanco con dos largas cintas, y un forro de martas (era el distintivo de los senadores, y como sólo le llevaban en invierno, no se hallaba retrato alguno de senador vestido de verano), amarillento, con las cejas fruncidas, y con un memorial en la mano, que parecia que decia: «veremos.» Por un lado una natrona, terror de sus donceilas; por otro un abad, terror de sus monjes; en fin, gente toda que infundió terror, y que tambien le infundia retratada. A vista de semejantes memorias se aumentó su coraje, y se avergonzaba todavía más de que un fraile hubiese osado conninarle con la prosopopeya de un Nathan. Ya discurria cómo