se lo permiten. Y así tiene que ser, pues como carecen de garras para despedazar a su presa, han de tragársela entera. Así tardan mucho tiempo, hasta una semana a veces, en deglutirla.
El pitón que había sorprendido al chino era de los mayores, pues no tenía menos de veintidós pies de largo. El horrible reptil, que quizás estuviera dormido en la espesura, advertiría la presencia del chino y se le acercaría silenciosamente, apresándolo de pronto entre sus formidables anillos. El desgraciado chino, casi sofocado, pálido como un muerto y con los ojos fuera de las órbitas, agitaba desesperadamente el brazo que le quedaba libre, haciendo por agarrar la cabeza del reptil, que tenía la bifurcada lengua fuera de la boca.
Cornelio, Hans y el mismo Van-Horn, paralizados por el terror, estaban como clavados en el suelo; pero el Capitán había acudido en socorro del joven con un hacha en la mano. Sabía que un momento de retardo podía ser fatal al pobre chino, cuyos huesos crujían ya, oprimidos por los anillos de la serpiente.
El arma cayó sobre el reptil con fuerza irresistible, cortándole el cuerpo a unos siete pies de la cola. Herido de muerte, aflojó al instante los anillos, y soltó al chino, para arremeter, mutilado y chorreando sangre como estaba, con aquel nuevo enemigo, dando silbidos de cólera.
Pero Van-Stael no era hombre asustadizo. Dió un rápido