apostarse al acecho al píe de los árboles donde descubren que duermen y en sorprenderlas en su sueño agarrándolas con la mano.
—¡Buen procedimiento!—exclamó Cornelio.
—Con semejante guerra de exterminio las aves del paraíso comienzan a escasear, y los papúes recurren al engaño.
Como esos pájaros cambian de plumaje una y aún dos veces al año, los indígenas recogen con gran cuidado esas plumas, y, las arman, con gran habilidad, en los cuerpos de cualquiera otra ave parecida a la del paraíso. Y hacen tan admirablemente esas imitaciones que se hace muy difícil notar el engaño, y os aseguro que en muchos museos de zoología figuran palomas disfrazadas con el nombre de aves del paraíso.
—¿Y los malayos lo saben?
—No ignoran que los papúes falsifican esos volátiles; pero no los pueden distinguir de los verdaderos.
—Entonces nuestro amigo, el papú, con esas plumas imitará dos aves.
—Y hasta cuatro, señor Cornelio, y obtendrá a cambio de ellas buenas botellas de licor o armas.
En tanto que los dos europeos charlaban, el hijo del koranos[8] Uri-Utanate había empaquetado las plumas en una hoja y había puesto a asar las dos aves.
Media hora después, los tres la emprendían con el