D E L S A L V A J E UN negro horrible, que despedía un fuerte olor a amoníaco, se había presentado de pronto, saliendo de detrás de una escollera que se prolongaba hacia la orilla septentrional de la bahía.
Era de poco más que mediana estatura; pero tan extraordinariamente enjuto, que se le podían contar las costillas. Tenía el vientre colgante, y las piernas, completamente desprovistas de carne, parecían dos bastones forrados de cuero.
Tenía cara más de mono que de hombre; la cabeza, aplastada; la frente, comprimida; la nariz, chata; las mandíbulas, abultadas; las orejas, largas; los ojos, pequeños y de brillo extraño, y la boca, tan grande, que le llegaba casi desde una oreja a la otra.
Su piel era de un color negro sucio y estaba toda cubierta de raras pinturas y tatuajes de muy diversos colores.
Aquel verdadero espantajo se quitó de encima la piel de kanguro que le cubría las espaldas y parte de la lanuda cabeza, y empuñando con cómico ademán una especie