de venablo, con la punta de hueso y adornado de un penacho de plumas, se adelantó hacia los pescadores, deteniéndose a diez pasos de ellos.
—¿Qué quiere este animal de antropófago?—dijeron Hans y Cornelio, mientras los chinos se iban retirando prudentemente hacia las chalupas.
—Querrá ordenarnos que nos vayamos—dijo el Capitán—. Estos salvajes tienen la pretensión de que ningún extranjero venga a pescar a sus costas; pero este horrible y ridículo ejemplar de la raza australiana se engaña si cree que vamos a obedecerle.
—Yo me encargo de mandarlo a su tribu de un puntapié—dijo el viejo marino—. No me asusta el chuzo que lleva en la mano, capitán Stael.
—Veamos antes, señor salvaje—dijo el Capitán, avanzando hacia él—, qué es lo que pretendes.
El australiano, que se mantenía inmóvil empuñando su chuzo, al ver al Capitán acercarse, se golpeó con la mano izquierda el vientre, que resonó como un tambor.
—Pide de comer—dijo Van-Stael—. No somos fondistas, señor salvaje; pero si estás en ayunas, puedes comerte esta olutaria.
Tomó una de la especie llamada zapatos, y se la arrojó al australiano, que la pilló al vuelo, llevándosela ávidamente a la boca.
—¡Qué apetito!—exclamó Hans.
—No hay que maravillarse, sobrino mío. Estos salvajes