del continente australiano están toda la vida luchando con el hambre, y pasan por larguísimos ayunos.
—Pero ¿no se producen en Australia frutales?
—Sólo árboles de goma. Y te advierto que, cultivadas, todas las plantas de Europa dan aquí fabulosas cosechas; sólo que estos salvajes desprecian la agricultura y sólo viven de la caza.
—¿Y abundan los cuadrúpedos y las aves?
—Son muy escasos. Aquí sólo se encuentran focas, kanguros, algunos casoares, más pequeños que los africanos, y bandadas de ciertos perros salvajes, llamados dingos, que son muy difíciles de cazar. Es verdad que el indígena de Australia no es exigente, y se alimenta de asquerosos reptiles; pero aun éstos escasean y no alcanzan para todos. Añade a esto que son imprevisores, y que jamás piensan en el mañana. Si cae en sus manos un kanguro o un casoar, se apresuran a asarlo, y lo devoran, sin dejar más que los huesos, no preocupándose de si tendrán para comer al siguiente día.
—¿Comen, pues, mucho?
—Ahí tienes un ejemplo—dijo el Capitán—. La olutaria ha desaparecido en seis bocados dentro de ese vientre que parece no tener fondo.
En efecto, el salvaje había ya devorado el zapatos que el Capitán le había arrojado; pero no parecía satisfecho. Al ver el montón de moluscos, y animado por el primer regalo, se arrojó encima, arramblando con