—¿Serán salvajes o monos?
—En Australia no hay monos, y además estos animales no saben encender fuego. ¿Oyes algo?
—Los gritos de los warrangal solamente.
—¿Intentarán acaso asustarnos estos salvajes?—dijo Van-Stael—. ¡Pues buen chasco se llevan si piensan que vamos a marcharnos de aquí antes de acabar la campaña de la pesca! Porque si nos atacan estoy decidido a hacerles frente.
—¿Qué hacemos ahora, tío?
—Seguir adelante. Es preciso demostrarles a estos caníbales que no les tenemos miedo.
—Estoy dispuesto a seguirte.
—Te advierto que tal vez tengamos que disparar los fusiles.
—Ya sabes que soy buen tirador.
—Lo sé; eres el más hábil de todos nosotros. ¡Vamos, querido sobrino!
Bajaron por la pendiente opuesta a la que habían subido. Cornelio, más ágil y diestro que el Capitán, iba delante, buscando los pasos más fáciles a través de las peñas y saltando de una en otra sin vacilar.
Cuando hubieron llegado al llano se detuvieron, mirando atentamente en torno suyo; pero no vieron nada sospechoso. Extendíase allí un lagunato, cuyas orillas estaban cubiertas de mulghe, césped fortísimo que suele alcanzar hasta quince pies de altura, y de