marras, o madres de las lianas, como también se las llama por su desmesurado tamaño.
—No sigas, Cornelio—dijo el Capitán—. Entre estas plantas pueden esconderse salvajes.
—Pero harían algún ruido, y yo no oigo nada, tío.
—Es que me parece haber visto moverse aquel lys real.
—¿Qué es eso?
—Hablo de aquella planta que se eleva a unos veinticinco pies de altura.
Cornelio miró en la dirección indicada, y a los primeros resplandores del alba descubrió, a treinta pasos de un grupo de mulghe, una alta vara, terminada en una flor de espléndido aterciopelado, que debía de tener por lo menos un metro de diámetro.
Aunque no soplaba la menor ráfaga de aire, aquella flor oscilaba como si alguien la moviera o acabara de moverla.
—Es verdad, tío—le dijo, armando rápidamente el fusil—. Algún salvaje ha pasado por allí.
—Es muy probable que nos espíen, Cornelio.
—Iré a registrar los mulghe.
—¿Estás loco, sobrino mío? ¿Quieres que te claven una azagaya en el pecho o que te aplasten el cráneo con el bomerang?
—¿Qué es eso del bomerang?
—Es un proyectil que no falla nunca cuando es un