Dos tiros de fusil le respondieron. Los dos valientes jóvenes habían comenzado el fuego, y sus balas debieron de hacer blanco, porque a los disparos siguieron rabiosos alaridos y gritos de dolor.
—¡Huíd!—gritó Van-Stael.
—Aún no, tío—dijo Cornelio—. Tira al centro de las filas, Hans, y no desperdicies las balas.
—Están sólo a cien pasos, y los veo muy bien, Cornelio.
—¡Fuego, pues!
Un momento después resonaron otros dos disparos. Los alaridos de los australianos les hicieron ver que también habían acertado en su puntería, poniendo a dos enemigos más fuera de combate.
Los dos jóvenes retrocedieron precipitadamente, cargando los fusiles, y llegaron adonde estaban el Capitán y el piloto, los cuales no habían abandonado la caldera.
—¿Estáis heridos?—les preguntó Van-Stael.
—No, a Dios gracias—respondieron.
—Poneos fuera del alcance de los bomerang. ¿Está lejos la bahía?
—Estamos ya muy cerca; pero empieza a clarear. Las estrellas brillan ya muy poco—dijo Hans.
—¡Un último esfuerzo, Van-Horn!
—Soy de hierro, Capitán.
—¡Helos ahí!—exclamó Cornelio—. ¡A mí, Hans!