Necesita la composición Los Sedentarios, para su perfecta comprensión, que refiramos un hecho explicativo.
Arturo Rimbaud era por entonces alumno «de segunda» en el liceo de... y era muy aficionado a hacer novillos, fumándose las clases. Cuando—al fin—se cansaba de zancajear día y noche por montes, bosques y llanos—¡vaya un andarín!—, llegaba a la biblioteca de la ciudad que callo y pedía obras malsonantes para los oídos del bibliotecario-jefe, cuyo nombre, poco requerido por la posteridad, baila en los puntos de mi pluma. Mas ¿para qué nombraría yo a semejante metemuertos en este trabajo maledictino? El excelente burócrata, que estaba obligado por sus funciones a servir los pedidos de Rimbaud, consistentes en numerosos cuentos orientales y libretti de Favart, alternados con mamotretos científicos raros y antiguos, renegaba al tener que «levantarse» por semejante chicuelo y le recomendaba se atuviera a Cicerón, Horacio y también a algunos griegos. El muchacho, que conocía y, sobre todo, apreciaba a los clásicos mejor que el mismo carcamal, acabó por incomodarse, y así hizo la obra maestra en cuestión:
Picados de viruelas, cubiertos de verrugas,
con sus verdes ojeras, sus dedos sarmentosos,