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Paul Verlaine

la coronilla ornada de costras y de arrugas
cual las eflorescencias de los muros ruinosos,

En idilio epiléptico han logrado injertar
su osamenta a los grandes esqueletos oscuros
de las sillas; ni un día han podido apartar
los pies de los barrotes raquíticos y duros.

Con el temblor doliente de sapos que tiritan,
los vejetes están al asiento trenzados,
junto al balcón en donde las nieves se marchitan
o entra el sol que los pone tan apergaminados.

Y con ellos los sórdidos sillones condescienden;
cede la paja sucia cuando alguno se sienta;
las almas de los idos días de sol se encienden
en las trenzas de espigas donde el grano fermenta.

Y sus dedos pianistas van ensayando a solas,
debajo del asiento, redobles de tambor,
mientras oyen gotear las tristes barcarolas
y sus chollas oscilan con balances de amor.

¡No hagáis que se levanten! Sucede algo espantoso;
se yerguen y enfurruñan cual gatos acosados,
y entreabre sus omóplatos el berrinche rabioso
que infla sus pantalones con frunces ahuecados.

En las paredes dan con sus cabezas mondas
y arrastran los torcidos monstruosos piececillos.
Llevan unos botones como pupilas hondas
que fascinan las nuestras en los negros pasillos.

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