Solamente su soplo interrumpen salivas
chupadas por los labios o ganas de besar.
De las negras pestañas escucha las cadencias
en las pausas fragantes y, eléctricos y flojos,
siente que dan los dedos con grises indolencias
entre las regias uñas la muerte a los piojos.
Da el vino de la dulce Pereza su delicia
con acordes de harmónica que puede delirar
y el niño siente, al lento compás de la caricia,
cómo nacen y mueren las ganas de llorar.
Hasta la irregularidad de rima de la primera[1] estrofa, hasta la última oración que queda suspendida y cortada a pico, sin conjunción con la anterior y rematada con el punto final, todo contribuye por la ligereza de bosquejo y el temblor de factura al delicado encanto de este trozo. Sobre todo en algunos versos que parecen prolongarse en ensueño y música, ¿no es cierto que su balanceo rítmico es de estirpe lamartiniana? Hasta propia de Racine—osaríamos decir—y también ¿por qué no habríamos de confesar que es a veces virgiliana?
Muchos otros ejemplos de ese donaire exquisitamente perverso o casto con que nos enajenamos y arrobamos nos tientan ahora, pero los
- ↑ Aunque en el original dice: últimas estancias, creo que debe referirse a las rimas indistincts y argentins de la primera.—(N. del T.)