Desde entonces me baña el poema del mar
lactescente, infundido de astros; muchas veces,
devorando lo azul, en él se ve pasar
un pensativo ahogado de turbias palideces.
Algo tiñe la azul inmensidad y delira
en ritmos lentos, bajo el diurno resplandor.
Más fuerte que el alcohol, más vasta que una lira
fermenta la amargura de las pecas de amor.
He visto las resacas, la tormenta sonora,
las corrientes, las mangas—y de todo sé el nombre—;
cual vuelo de palomas a la exaltada aurora,
y alguna vez he visto lo que cree ver el hombre.
Yo he visto al sol manchado de místicos horrores,
alumbrando cuajados violáceos sedimentos.
Cual en dramas remotos los reflujos actores
lanzaban en un vuelo sus estremecimientos.
Soñé en la noche verde de espuma y nieve ahita
—en los ojos del mar, lentos besos de amor—
y en la circulación de la savia inaudita
que arrastra áureo y azul, al fósforo cantor.
Asaltando arrecifes, un mes tras otro mes,
seguí a la marejada histérica y vesánica,
sin creer que las Marías con sus fúlgidos pies
cortaran el resuello a la jeta oceánica.
¡No sabéis!... Di con muchas increíbles Floridas;
con ojos de panteras y con pieles humanas
mezclábanse arcos-iris, tendidos como bridas,
al rebaño marino de las verdosas lanas.
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